(Cuento para adultos)
Escrito por Valkiriana
La inspiración sobreviene por los caminos más inexplorados. En un acto tan cotidiano como tender la ropa, puede nacer la idea más peregrina. Así una mañana, mientras me dedicaba a tan trivial y cotidiana tarea, me dio por pensar en las pinzas de madera, y en las de colores: pese a que las primeras son más fiables y resistentes, instintivamente cogía antes las segundas.
Quien me conozca, sabe que estoy “en búsqueda activa de empleo” (en el puñetero paro vaya), y no pude evitar pensar en los desempleados mayores de cincuenta años: con una dilatada experiencia, y acreditada capacidad para trabajar, se ven sistemáticamente relegados por trabajadores jóvenes, más maleables y económicos. Algo parecido ocurre con las personas: nos dejamos arrastrar por el brillo y el carisma, antes que por la luz interior y la confiabilidad. Como moscas que se dan una y otra vez contra el cristal, o sencillamente se achicharran con la luz ultravioleta, así somos en general con las vallas electrificadas de la vida hasta que aprendemos a saltarlas, derribarlas, rodearlas o cavar un túnel por debajo. Entretanto, convertimos en Muro de las Lamentaciones lo que no es más que un campo de entrenamiento.
Si me coges de la mano, viajaremos juntos con Ayelén. Ella nos conducirá por tortuosos derroteros, que son los que llevan a los más bellos paisajes.
Érase una vez, en un lugar muy lejano, habitaba una niña soñadora llamada Ayelén. Esta niña vivía con un gato de raza exótica muy dicharachero e independiente. Ayelén era una niña muy sensible y se sentía sola, pues el gatito frecuentemente gustaba de emprender largas escapatorias a las montañas cercanas. Pero luego le exigía que su gatera, con la que era extremadamente territorial, estuviera impoluta; y se enfadaba si Ayelén se escapaba al mar, a escuchar el sonido de las olas. La niña se sentía desdichada y vacía por el trato del minino, pues además, no recibía mimos ni miradas de su querido gatito, quien por otra parte no escuchaba el sonido de su voz ni percibía el brillo de sus acuosos ojos. Hasta que un día, cuando se dio cuenta de que el pequeño felino sólo quería una mano que le rascara el lomo y le vaciara su cajita de arena, hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, y se fue.
Ayelén anduvo desorientada sin saber qué dirección tomar. Simplemente corría, y corría sin orden ni concierto. Huía del gato, que la perseguía, y buscaba un bello horizonte. En lugar de eso, se perdió en un siniestro bosque. Exhausta, vacía y sin fuerzas, cayó desplomada en la fría y húmeda tierra.
De repente, se abrió un enorme socavón en el suelo, debajo de Ayelén, quien se despertó mientras caía y caía al vacío sin fondo, en lo que le pareció un infinito espacio temporal. La niña tenía mucho vértigo, y el miedo le atenazaba el estómago, sólo negrura debajo de su frágil cuerpo. Tras un instante que le pareció toda la eternidad, y en que casi a punto estuvo de volver a desmayarse, aterrizó bruscamente.
No sintió ningún dolor. Abrió los ojos, aún un poco confusa, y se encontró en un idílico prado con flores, riachuelos de fresca agua y pizpiretos animales que divagaban libremente por sus alrededores. El sol brillaba con descarada luminosidad y se olía a hierba y naturaleza. Al instante, sintió una tremenda paz.
Al fondo, vislumbró un palacio de oro, con la enorme puerta entreabierta. Algo muy extraño la atraía hacia aquel lugar. Sin quererlo, se levantó y torpemente al principio, dubitativa, comenzó a andar en aquella dirección. Escuchaba una extraña música en el interior de su cabeza que la hipnotizaba sin remedio, y ya no podía pensar en volver atrás. Ni siquiera se planteó racionalmente dónde estaba, ni qué era ese lugar. Se sentía bien, por primera vez en mucho tiempo. Cuando llegó a la entrada del palacio, la puerta se abrió suavemente y una cálida, pero firme voz, le dijo:
-Pasa, te estaba esperando.
Ayelén se adentró sin pensárselo dos veces. Se encontró en un inmenso salón de inspiración victoriana, pero con detalles rurales. No había columnas ni mucha decoración, y sí amplios espacios, cómodos sofás, divanes y canapés, con muchos cojines, todo vestido en colores cálidos. Sobre mesitas pequeñas había dulces, refrescos y chocolatinas. Las amplias cristaleras dejaban entrar la luz del sol. El ambiente invitaba al relax y al disfrute de los sentidos.
No había terminado de asimilar su fascinación cuando miró al fondo del salón, y se percató de la presencia de una plataforma elevada, a modo de altar, y sobre él un hombre alto vestido con amplia capa y rasgos lobunos. Aun así, su mirada era dulce y su voz, tierna y segura. Estaba sentado en un trono negro tapizado de rojo y la observaba fijamente, como si fuera la criatura más fascinante del Universo, sonriéndole con paternal encanto.
-Ponte cómoda, estás en tu casa. Mi nombre es Klaus, y estoy aquí para protegerte. Nunca más volverás a sentir dolor. Nunca más volverás a llorar. Te he elegido porque eres especial. Y seré todo lo que tú quieras que sea: tu otro yo, la plenitud que siempre has andado buscando, la piedra filosofal de todas tus cuitas, la respuesta a todos tus ensueños.
El magnetismo que le arrastraba hacia aquel misterioso ser era tan grande, que comenzó a caminar hacia él como una zombi. Pero una fuerza invisible la refrenó en el preciso instante en que llegaba al altar, y se disponía a subir las escaleras para acercarse a su protector; quien no se inmutó ni movió un solo músculo de la cara. Sin cambiar el gesto amable, le lanzó su capa. La niña, aquejada de un gran cansancio y aterida de frío, se echó en una camita a los pies de Klaus, se tapó con la capa e imbuida por una infinita paz, se dispuso a dormir, bajo la vigilante mirada del señor de la mansión. Ni siquiera se percató la criatura del anterior rechazo: ya estaba hechizada. Cuando la pequeña cerró los ojos, una fugaz sombra pasó por los de Klaus, sagaces como ratas y penetrantes como espadas.
La despertó una dulce melodía de cascabeles y hadas voladoras que susurraban cánticos al aire. A su alrededor, el ambiente estaba bañado por luces de colores del arco iris que entraba por las ventanas, y reventaba en cascadas de color al contacto con las cristaleras. Ayelén vislumbró un unicornio blanco que merodeaba por los alrededores. De repente, todo era como en su infantil imaginación: Los mundos con los que soñó, los cuentos de hadas, los relatos que le narraban las flores, y todas sus fantasías, se hacían realidad. Cada día, Klaus adoptaba una apariencia distinta, a imagen y semejanza de los anhelos y mundos ideales de Ayelén. Aquél era capaz de mimetizarse a la perfección con la mente y sentimientos de la criatura, hasta el extremo de fusionarse con ella en un solo ser. Cada vez que la niña dormía, y se tapaba con la capa, al despertar veía materializados todos los sueños en que se había sumergido durante la noche: gnomos, hadas, brujitas, pequeños dragones, flores de todos los colores, seres místicos… Por la mañana, comenzaba el baño de amor: dichas criaturas la miraban como nadie lo había hecho; le daban el calor y el cariño que nunca había recibido. Escuchaban sus cuitas, sus penas, espantaban sus fantasmas, le decían que no se la había sabido valorar en el pasado, que ellos sí que lo hacían. Todo adoptaba un sentido casi místico. Poco a poco, fue sublimando sus propios monstruos interiores. Ayelén no se podía creer su buena suerte. Repentinamente, había encontrado su lugar en el mundo. (Pero dichos monstruos no desaparecían: Klaus los atesoraba en una cámara secreta).
Ayelén se empezó a sentir en deuda con Klaus. Para ella, se había sellado un vínculo eterno e irrompible. Por lo que experimentó la acuciante necesidad de corresponder a tantas prebendas, colmando de atenciones a su idolatrado Klaus. Desde su abandono al gato exótico, la angustia del nido vacío le amordazaba el corazón. No sabía vivir sin cuidar a alguien, y la ocasión se le figuró idónea para llenar ese hueco. Poco a poco, empezó a conocer las vulnerabilidades de Klaus. Era un personaje torturado, con una vida bastante triste, y enormes carencias afectivas que, gota a gota, le iba mostrando a Ayelén. Él nunca abría la cancela de su interior, pero ella era especial, la elegida para sincerarse y aliviar su sempiterno dolor. Embriagada por ese sentimiento de importancia, y atenazada por una inmensa piedad, Ayelén se esforzaba en iluminar la oscuridad de su admirado, lo escuchaba, le profería todo tipo de gestos de afecto, se ponía en su lugar, lo entendía… Olvidando por completo sus propias necesidades. Pero no importaba: tenía que rescatar a aquella alma perdida, darle su luz. Era su misión. Su reto. Aunque se dejara hasta el último aliento en ello. Sistemáticamente, cuando Ayelén se aventuraba a subir al altar, notaba la fuerza invisible que la repelía; a lo que Klaus replicaba que era su barrera protectora, creada inconscientemente por sus miedos. Y ello, pese a que la chiquita aseguraba que daría su propia vida por la de él. Pero debía de ser cautelosa, comprenderlo; en el fondo, aquél era frágil y lo último que podía hacer, era dejarlo solo. Quizá si estaba ahí, a sus pies jornada tras jornada, anularía sus defensas y la dejaría subir ¡Y quién sabe qué fascinantes paisajes vería desde ahí arriba! Sólo tenía que aguantar el tiempo suficiente. Ella lo rescataría del pozo oscuro, y disfrutarían juntos como en los buenos tiempos, para siempre… O si no, ¡qué importaba! No lo iba a dejar solo en el pozo: si era su elección quedar ahí, lo acompañaría para siempre.
Después de esos días, la niña Ayelén se iba a dormir con un pinchazo en el pecho, como un extraño desasosiego que definiría como sensación de derrota por no haber conseguido sino parchear el tormento de su anfitrión, de impotencia por no haber podido acceder a él. Empezaba a dibujarse su sentimiento de inutilidad. Había comenzado el descenso a los infiernos, la espiral de auto-destrucción.
Durante la noche, se puso la capa pero esta vez no tuvo dulces sueños, sino tormentosas pesadillas. Al despertar, se sentía totalmente agotada, como si en lugar de descansar, su cuerpo astral hubiera arrastrado el peso de todo el Universo. Aun así, haciendo un esfuerzo, se incorporó. Pero no encontró por ninguna parte a los bucólicos personajillos de jornadas anteriores. En lugar de eso, se le apareció un horrendo minotauro con cabeza de orco, que se plantó delante de ella observándola fijamente. Klaus había sacado de la cámara secreta uno de los monstruos de Ayelén, el monstruo de la vergüenza, y lo paseaba sin pudor delante de la niña. Ayelén se sintió intimidada, poco después temerosa y finalmente, se sumergió sin remedio en una desolación que se instaló en su pecho como una pesada losa. Un pequeño mechón de su pelo se soltó y, meciéndose lentamente, cayó al suelo ennegreciéndose como la ceniza.
Procurando buscar algo de alivio a su sufrir, suplicó a Klaus que retirara al minotauro de su presencia. Redobló sus esfuerzos por agradarlo e invirtió el poco aliento que le quedaba en mimitos y palabras bonitas, con la esperanza vana de conjurar al Klaus del principio. Pero resultó inútil, pues éste no movió un milímetro al orco centauro de la presencia de la niña. Antes bien, lo ancló al piso para castigarla con su propia vergüenza. En los ojos de Ayelén se dibujó la total oscuridad y, doblada de dolor, se recostó otra vez en la cama, desplomada por su propia sombra interior.
En esta ocasión, no tuvo sueños y, cuando por fin abrió los ojos, Klaus no estaba. Momento en que Ayelén aprovechó para escapar. Titubeante, abrió la puerta y salió del salón. Pero ya no encontró el bello paisaje de cuando llegó a la que sería su trampa mortal. En lugar de eso, halló noche, oscuridad, tormenta y un paisaje desolado, sin vegetación ni vida animal. Anduvo perdida, sin rumbo fijo, hasta que vislumbró un oasis de luz: una pequeña laguna con hierba fresca, peces de colores y un rayo de sol que daba directo en ella. Allí se sentó la niña, con los bracitos rodeándole las rodillas. Se echó agua en la carita, dejó que le diera el sol, y poco a poco fue recuperando el tono vital y el color. Así se estuvo un rato hasta que, recuperada la sonrisa, se puso en pie y se dispuso a alejarse definitivamente de allí.
Pero entonces, algo la alertó: un leve y quejicoso aullido. Miró hacia atrás, y vislumbró en la lejanía un cachorro de perro que gemía, con los suplicantes ojillos puestos en ella. (Ayelén se había criado con inteligentes elfos, pero muy distantes emocionalmente respecto a ella. La niña había aprendido a esforzarse hasta la extenuación por ser perfecta para merecer la aprobación de sus elfos, y a extremar las demostraciones de afecto para merecer su cariño. Amaba desde la compasión al otro, y no desde el amor propio. No sabía hacerlo de otra manera). Por esta inercia grabada a fuego en su corazón, no pudo evitar dar la vuelta, y acudir a socorrer al cachorro desvalido. Total, ya estaba recargada, y tenía fuerzas para hacerlo. Cuando estuvo otra vez dentro del salón, la puerta se cerró bruscamente a sus espaldas. Intentó consolar al cachorrillo, pero éste no cesaba de gemir y gemir. De repente, el perrilllo desapareció. La niña Ayelén se encontró sola en el inmenso salón. El vacío y la soledad, se le antojaron más terriblemente devastadores que los monstruos y la oscuridad. Había hipotecado su energía y su luz en una misión, y deseaba ver su inversión. Necesitaba compañía aunque fuera viciada y venenosa. Pero no podía vivir en el que para ella era el mayor de los infiernos: la distancia emocional; el vacío. Esto era lo intolerable.
Entonces, como alma en pena comenzó a llamar a su querido Klaus: lloraba, imploraba, suplicaba, reía, gritaba…mientras que errante daba vueltas por todo el recinto. Hasta que se dio de bruces con las escaleras que daban al altar, y levantando la vista lo vio, en su trono, tan imponente como siempre. Pero una sensación extraña le recorrió la espina dorsal. La cara de Klaus ocultaba un velado gesto de reproche por haber sido abandonado. Ella no se percató, tal era la alegría de volver a verlo; y de nuevo ignoró las señales de alarma: el “castigo” estaba por venir.
-Duerme, Ayelén. Dijo Klaus, lanzándole la capa por encima, mientras la niña volvía a su cama. Al despertarse, otro de los monstruos salió de la cámara secreta y se plantó ante Ayelén: una hiena malforme, la hiena de la culpa. Y de nuevo un mechón de pelo cayó de la cabellera de Ayelén, ennegreciéndose al llegar al suelo. A partir de aquí, el diabólico ciclo comenzó a repetirse una y otra vez, como un eterno retorno del que no había escapatoria. Cada vez los monstruos eran más implacables (vergüenza, culpa, desamor, abandono, humillación, violencia, miedo, inseguridad…); cada vez se le caía más pelo; cada vez le pesaban más las piernas para escapar; cada vez su corazón estaba más negro; y cada vez el paisaje exterior era más terrible. Pero siempre volvía, porque Klaus adoptaba diversas y refinadas formas para hacerla regresar: el hada del amor, el duende de la comprensión, la gacela herida, el fantasma de la desolación, el enfermo terminal…Pero cuando se cerraba la puerta, también cada represalia era más salvaje que la anterior. Klaus siempre dejaba muy claro que se cobraría su deuda.
Sibilinamente, Ayelén se vio arrastrada por un torbellino devastador en el que se le escapaba la energía como arena entre los dedos. Perdía ilusión, resplandor, luz, felicidad y lucidez. Pues su corazón se secaba y su mente se bloqueaba a marchas forzadas. La niña no tenía latidos y aliento, pensamiento y atención, más que para Klaus. Pero sus afectos eran un negruzco charco de aguas estancadas, incapaces de sentir; y sus ideas empezaron a ser errantes e incoherentes, con alarmantes lagunas mentales. Hasta que llegó al vacío, a la nada, a la anulación de la conciencia.
Un buen día, en uno sus viajes y ensueños errantes, Ayelén se topó con un espejo. Al mirar su imagen, no se reconoció. No tenía pelo y su piel, grisácea y sin luminosidad, estaba ajada como si hubiera transcurrido una vida entera. Los ojos, apagados, se le hundían en las cuencas. No era Ella. De pronto, en alguno de los rincones de su apagada mente estalló un chispazo que la despertó. Ayelén, aprovechando una de las ausencias de Klaus, decidió investigar. Cautelosa como una pantera, se puso a recorrer la estancia. Se dio cuenta de que su salón no era el único que había en palacio. Otros muchos salones circundaban el altar, todos separados entre sí por paredes. Lo que descubrió en ellos le dejó sin aliento: en todos había una niña, vulnerable y consumida como ella.
La forma real de Klaus, detrás de todas sus máscaras, era la de un lagarto. Incapaz de generar su propio calor por combustión interna, necesitaba robar la luz de otros seres a los que les sobrara. Cuando tapaba a sus criaturas con su capa, lo que hacía era apropiarse de sus energías a través de ella. Aquéllas a su vez, intentando rescatarlo, se perdían con él en el fondo de la cueva. Pues era un ser oscuro, y no toleraba la exposición directa al sol. Con lo que Klaus necesitaba siempre de nuevas fuentes de energía. Ayelén encontró la cámara de los monstruos y la abrió: la perseguirían, pero serían suyos. Luego, haciendo un titánico esfuerzo, abrió el portón de palacio y corrió: esta vez tuvo que atravesar un campo de zarzales y plantas espinosas. Aun así, sangrando y tropezando, no se detuvo. Escucho el llanto de un bebé que lloraba desconsolado, pero no miró atrás.
De repente, se encontró en un interminable campo de sal. No había nada, solo una inmensa extensión de terreno con horizonte inacabable. Tampoco se oía nada, ni corría una brizna de aire. El sol se reflejaba con insolencia en el campo de sal, devolviendo una luminosidad blanca y refulgente. Se hizo el silencio en la cabecita de Ayelén. Comenzó a crecerle el pelo y a volverle el color a la cara. En sus curiosos y semi despiertos ojos, se cruzó una estrella fugaz. Tenía toda la libertad y ésta le devolvía un encargo: debía de empezar a cuidarse ella misma. Pero no sabía, ignoraba cómo se hacía eso. Un soplo de aire le susurró al oído: “aprende”. Entonces, liberado ya el peso de sus piernas, comenzó a caminar en busca de sus propios paraísos; con paso muy lento y patoso, como los bebés, pero sin detenerse… ¿Lo conseguirá?
Dedicado a los “Administradores” Moralabad y Crom: esas desconocidas criaturas que se esconden detrás de la publicación “que se ve” -editando, recortando, publicando y todas esas tareas ingratas pero imprescindibles- y no se llevan ninguno de los laureles. Y además: a Moralabad por sacar tiempo de debajo de las piedras para combinarlo con sus propias aportaciones, y ser así nuestro Sensei del Progresivo; y a Crom por dirigir esta loca fauna y tirarnos cabos de vez en cuando, aunque a veces el ancla nos golpee en la cabeza.