«Agobiado, de nuevo creyó estar perdiendo por completo la cordura. Dudó si había fallecido, si se encontraba a mitad de camino entre los vivos y los muertos, o si lo que estaba viviendo no era sino un espejismo fruto de un profundo y maldito sueño»
Por Luishard
Amigos de Dioses del Metal, continuamos con un nuevo extracto de la obra literaria de nuestro buen amigo José Carrasco y Estrella, que próximamentre verá la luz.
Capítulo I
LA REVELACIÓN
Crónica 1ª
El Paseo De Las Angustias
Versículo 2º
Pesadilla En La Comisaría
Algo extraño sucedía en el ambiente. No era normal la soledad que reinaba esa noche en la urbe. Imperaba el silencio absoluto. No se veía un alma viva alrededor, aparte de los espectros imaginarios y las sombras moribundas reflejadas en el suelo helado de aquel gélido mes de Enero. Solo se escuchaban las pisadas de sus botas al andar que, por momentos, se mezclaban con el denso viento del Norte que azotaba a golpes repentinos la noche escarchada.
Eran ya cerca de las doce de la madrugada. Cada segundo que pasaba hacía más frío y el escritor cada vez tenía más ganas de fumar. Pero por más que caminaba, no encontraba ningún sitio donde poder comprar tabaco para calmar los nervios y apaciguar a los pulmones que con tanta exigencia le pedían auxilio. Para colmo de su desgracia, la mezcla de su aliento con el aire congelado le empañaban continuamente las gafas, obligándole a sacar una y otra vez sus entumecidas manos de los bolsillos. Agarrotado por la baja temperatura, renegaba entre dientes a su suerte y, cada paso que daba, se iba encrespando más y más, hasta el punto de salirle en los labios un par de calenturas.
—Dioooooossssss… Parece como si se hubiera acabado el mundo en este puñetero momento, no me jodas… ¡no me jodas! —gritó.
Gustavo tenía veintisiete años. Era un chico extravagante y peculiar, ni alto ni bajo y de hechuras delgadas. Aunque veía a la perfección siempre usaba gafas. De frente ancha y de pelo desquiciado, lucía un largo bigote acompañado de una afilada perilla y vestía al azar sin gusto definido. Lleno de contradicciones y apartado de la suerte por gracia divina, un día confiaba en él mismo y se sentía atractivo, fuerte y valiente con la energía suficiente como para dominar la Tierra, como que al día siguiente era invadido por la decepción y la timidez más cavernosa, hasta el punto de hacerle arrastrarse por las tinieblas de la más profunda de las cloacas. Se veía a sí mismo como un caballero andante perdido en una época que no le pertenecía. Era un chico muy inteligente, bastante por encima de la media, rebelde y siempre revolucionario contra el sistema. Se consideraba ateo, sin embargo creía en la vida más allá de la muerte y en los extraterrestres y, de vez en cuando, cuando menos le interesaba, se acordaba de Dios, de los santos y de todos los difuntos de la historia del mundo. Era la típica persona que no creía en divinidad alguna, pero cada vez que se masturbaba no podía dejar de pensar que alguien de otro plano astral superior e invisible, o peor aún, de sus ancestros, le estuviera observando, y que algún día sería juzgado por ello. Honrado y noble de corazón, muy indignado con el mundo en general, no soportaba al sistema al cual consideraba obra del Diablo y, aunque se sentía atrapado en él, no dejaba de pensar la forma de cambiar el rumbo de su vida. Para escapar de todo aquello que tanto daño le hacía se refugiaba en la escritura: poemas, cuentos, relatos y novelas. Y en el sexo, mucho sexo… en solitario.
Aislado en la ciudad quieta caminó durante más de una hora sin cruzarse con nadie, hasta que por fin:
—¿Será posible?, no hay un alma en la calle. Pero… ¡Qué veo! menos mal, algo abierto… ¡Oh no! ¡No me lo puedo creer! Bueno… probaré a ver si hay suerte y consigo que algún agente me indique donde conseguir tabaco.
Después de su inquietante y frío paseo, el único sitio abierto que encontró fue una lúgubre comisaría alumbrada por una vieja farola. Decidido y con paso firme, aunque algo nervioso, subió los siete peldaños de piedra que precedían la entrada de ésta y, tras una pequeña pausa, accedió a su interior buscando desesperado la ayuda de algún agente de policía que le pudiera resolver el problema de la nicotina.
El cuartelillo era pequeño y estaba decorado con muy mal gusto, prácticamente vacío, mostrándose como un lugar poco acogedor. Olía a naftalina que tiraba para atrás. Había un pequeño banco de madera apoyado en la pared según se entraba a la derecha y un par de sillas de cocina llenas de grasa a la izquierda. Al frente, reposando sobre una pequeña estantería mal sujeta en la pared, destacaba un busto del rey de Ibérica con un tricornio gobernando su cabeza. A la derecha del busto, una bandera de su amada patria colgaba arrugada de una alcayata, y a la izquierda lucía esplendoroso un antiguo póster de Cicciolina desnuda jugueteando lasciva con los genitales de un caballo de la guardia real. Bajo tales objetos, sentado en un ancho sillón de cuero y apoyado con los codos sobre una desordenada y sucia mesa de oficina, se hallaba el único agente que custodiaba el pequeño fuerte: un señor calvo y barrigón con bigote ancho y descuidado disfrazado de policía. En la parte superior izquierda de su uniforme podía leerse: A. Gorrínezz.
—Buenas noches señor agente —dijo Gustavo con nerviosa educación.
—Buenas noches. Agente Gorrínezz a su servicio. ¿En qué puedo ayudarle caballero? — contestó por inercia y con pasividad, como si con él no fuera el asunto, mientras ojeaba una revista de caza y pesca.
Gorrínezz era fan de ese tipo de revistas. Le encantaba todo lo que tuviera que ver con las armas y con la muerte. Esa era la forma que tenía de “matar” el tiempo en su aburrida existencia en tanto en cuanto sus compañeros patrullaban las calles a lo Harry el sucio, a la vez que protegían al comisario Arturo Manosuelta mientras echaba una ojeada por sus casinos y prostíbulos ilegales. No obstante, lo que más le apasionaba era su trabajo, o sea… no hacer nada, aparte de comer hamburguesas para seguir rellenando su inmensa barriga, beber refresco de cola y ojear una tras otra sus revistas. Él era la ley y nada podría sucederle nunca.
Siendo de extrema derecha y con la aprobación de su religión, unos meses atrás tuvo el coraje de divorciarse de su mujer, que como venganza por sus malos tratos le fue infiel con un senegalés, un marroquí, un rumano gitano y un perroflauta. Aquello fue superior a sus fuerzas y no tuvo más remedio que enviarla a uno de los prostíbulos de su adorado tirano: el comisario Arturo Manosuelta. A pesar de todo se sentía orgulloso de sí mismo por esa acción y, todas las noches, a escondidas, rezaba un padre nuestro dándole las gracias a Dios por haberle dotado de tanto arrojo. Se podría decir que el agente Gorrínezz, aparte de ser un maltratador sin escrúpulos, era un completo ignorante feliz… un verdadero idiota.
Sin meditarlo, lejos de pedirle un cigarro, Gustavo rompió a llorar suplicándole que le detuviera, confesando que acababa de cometer un vil asesinato hacía tan solo un par de horas.
—¿Por qué, cómo, que ha hecho qué? —contestó al instante Gorrínezz dejando a un lado la revista y prestándole más atención a su visitante nocturno. Se fijó en un reloj de plástico rojigualda que tenía sobre la mesa que marcaba las 01:11h, y apuntó la hora en un cuadernillo de bitácora.
Amable, aunque con cierto recelo, se dirigió al joven mientras le ofrecía una silla diciendo:
—Tranquilo. Siéntese. Póngase cómodo. Relájese y cuénteme lo que le ha pasado, que estoy seguro de que no ha sido para tanto.
Gustavo miraba fijamente a los ojos del policía mientras dudaba de sí mismo, y no podía dejar de cavilar si tal vez su cerebro le estaba traicionando de nuevo. Tenía la sensación de estar perdiendo la cordura, pero, pese a que su conciencia le estaba dando continuos avisos de los problemas que esto le podría ocasionar, una fuerza sobrenatural le empujaba a terminar lo que ya había comenzado. Y accedió a sentarse en la silla frente a Gorrínezz.
Cabizbajo, comenzó a narrar su rocambolesca pesadilla; una historia sin sentido que parecía estar gestada en la mente de un loco.
—Ayer, ayer, ayer… En realidad, fue hace un rato. Me encontraba en mi habitación. Fui a asomarme por la ventana y, allí, de repente, a mi lado se hallaba una preciosa mujer. Se quitó el sostén y… yo no sabía qué hacer.
—¿¡Qué no sabía qué hacer!? —exclamó el agente con tono burlón, mientras su confesor fruncía el ceño de su gesto por haberle interrumpido. Siendo consciente de su metedura de pata:
—Perdone joven… continúe —añadió.
El escritor, prosiguió:
—Decidí acercarme a ella y acariciarla. Deslicé mi mano por su espalda, susurrándola cosas sucias al oído, mientras dulcemente me decía: Fóllame, fóllame, fóllame… ¡Fóllame!.
Ayer, ayer, ayer… Sin saber porqué y sin llegar a hacer nada bajamos a la calle. La invité a una hamburguesa y no quería. Forzamos la puerta de un coche, nos metimos dentro y… unas cuantas cosas por la nariz. Nos dejamos llevar como niños y nos enrollamos. Una vez desnudos, la introduje mi dedo índice por el orificio de su perfecto trasero. Ella hizo lo mismo conmigo, a la par que retozaba entre gemidos y sudores, y yo… me sentía en el cielo de los desconocidos. De repente, un manto de niebla inundó el automóvil por dentro y, sin darme cuenta, ni saber cómo ni por qué, tenía agarrado por el mango un enorme y afilado cuchillo de cocina. Estaba como poseído… ¡no paraba de amenazarla! Yo no quería, pero no podía dejar de hacerlo. Y la chica, lejos de tener miedo, se acercó a mí susurrándome al oído: Mátame, mátame, mátame… Lo repetía una y otra vez martilleándome la cabeza, cada vez más alto: mátame, mátame, mátame… ¡Mátame! Y… ¡la maté! —explicó exhausto, retorciéndose y tiritando de frío místico.
Estaba contándole al eficaz Agente Gorrínezz algo que no quería, más no lo podía evitar. No era la primera vez que sentía esa fuerza de empuje hacia la catástrofe esa noche. Lo más extraño de todo, es que ni siquiera sabía de qué estaba hablando. De hecho, lo que guardaba en su memoria referente al encuentro con la chica vampira en la escalera de su portal estaba muy lejos de lo que acababa de relatar, o por lo menos eso era lo que él creía. Parecía como si una fuerza maléfica le hiciera confesar y narrar sin parar todo tipo de aberraciones, todas las cosas macabras que a él más le repugnaban y aterrorizaban hasta el punto de hacerle perder el equilibrio. Al ver que nada de lo que le estaba ocurriendo tenía ningún sentido empezó a ponerse verdaderamente nervioso.
El Agente Gorrínezz, sagaz e intuitivo, no se tomó muy en serio lo que el joven forastero le estaba contando. Su increíble olfato y su aguda psicología e inteligencia le decían que el chaval que tenía frente a él no estaba contándole la verdad, sino que era un drogadicto paranoico al que le había dado un bajón chungo.
—Solo hay que ver el cuerpo y las pintas que tiene —pensó el dueño y señor de la ley mientras se levantaba de su silla. Por suerte, esa noche estaba de buen ánimo y, lejos de hacer lo que hubiera hecho en otra ocasión, decidió tranquilizar al muchacho.
—Tranquilo chaval, relájate un poco —dijo—. Tranquilízate hombre… ¿Te apetece un café y me sigues contando?.
—Venga va… seguro que me sentará bien. Un café con leche y tres de azúcar… gracias —aceptó rechinando los dientes, entornando los ojos y siguiéndole con la mirada con la cara del todo desencajada. Parecía un homicida desquiciado planeando la manera de cometer un verdadero crimen.
Cuando el agente se dio media vuelta dispuesto a preparar el café, el poeta renegado empezó a sentir de nuevo esa misteriosa sensación que se apoderaba de su juicio. Sentía cómo la locura sin control se desataba dentro de su cabeza. Jamás hubiera imaginado que algo así pudiera sucederle, sin embargo, estaba volviendo a ocurrir. Todo se movía de un lado a otro lenta y vertiginosamente: las paredes, los papeles, los muebles, el suelo, etc. Se ensanchaba el entorno, se dilataba, se encogía, se retorcía… La percepción que sentía era como cuando años atrás se tomaba un par de ácidos muy potentes, solo que esta vez la sensación estaba multiplicada por siete, y a todo esto sin haber tomado nada. Aterrorizado, fijó su mirada de lunático en el policía, que se le acercaba sonriendo con el vaso de café en la mano: alargándose, encogiéndose, transformándose y deshaciéndose, derramándose en mil y un colores. Los acontecimientos le estaban superando con creces y no pudo soportar la mezcla de angustia y miedo que le invadían. Repentino y sin saber por qué, se levantó de la silla y, sin mediar palabra…
¡PLOFFF!
Asestó una patada con todas sus fuerzas en los testículos al desorientado policía, que cayó desplomado al suelo debido a su increíble suspicacia y profesionalidad. No sufrió graves heridas, porque de nuevo y gracias a su buena forma física y a su pasmosa agilidad, al caer por el brutal impacto recibido en su entrepierna sólo se dio un golpe contra la esquina de la mesa partiéndose en dos el cráneo. Haciendo gala de su pericia, se fracturó cuatro costillas y se reventó el bazo al impactar de rebote sobre el borde de la silla de cocina que le había ofrecido a Gustavo; nada que no pudiera superar el excepcional agente de la ley durante los próximos meses en cuidados intensivos…
Versículo 3º
La Ciudad Sin Ruido
Tras este desatino, el joven y decrépito escritor huyó despavorido de la comisaría. Iba tan rápido que al salir por la puerta bajó los siete escalones de un solo paso, desapareciendo de aquel sitio para no volver nunca más. Corrió salvajemente bajo las luces de neón de las avenidas desoladas hasta que, agotado, al borde de un infarto, se abrazó al tronco de un majestuoso árbol. Y descansó un rato. No transcurrieron ni un par de minutos, cuando la paranoia volvió a arremeter contra su castigada testa.
Callando el sonido y parando el tiempo, la quietud y el sepulcral silencio se adueñaron del entorno tornándole en un lugar misterioso e inseguro. El movimiento quedó paralizado y el frío y el viento desaparecieron. Las hojas que hacía un momento eran mecidas por la brisa, quedaron plasmadas e inmóviles componiendo figuritas en el aire.
Agobiado, de nuevo creyó estar perdiendo por completo la cordura. Dudó si había fallecido, si se encontraba a mitad de camino entre los vivos y los muertos, o si lo que estaba viviendo no era sino un espejismo fruto de un profundo y maldito sueño. Atónito, siendo testigo de lo inédito, empujando con suma delicadeza las hojas inertes, reflexionó sacándole partido a la situación que estaba experimentando:
—¡Qué placer! Con la ciudad bajo el manto de la noche oscura, puedo deambular sin que ningún autómata me moleste. Caminar y no pensar… disfrutar de los sentidos y de las sensaciones; como el aroma de la hierba cuando es acariciada por el viento, o la magia del sonido del idioma de los árboles. Qué deleite no sentirme molestado ni por mis propios fantasmas…
Cuando sin más, dando de nuevo un giro de ciento ochenta grados, retomó la actitud negativa que esa noche tanto le estaba atormentando. Ahora incorporándose del todo crispado, explotó de ira gritando:
—¿Qué está pasando? ¿Estoy en el Limbo? ¿Quién me está haciendo esto? ¡Me voy a volver loco, joder! ¿Por qué le he contado esas cosas horribles al policía, por qué le he golpeado? ¡¿Por qué?! ¡¿Alguien me puede decir qué está pasando?! ¡¿… está pasando?! ¡¿… está pasando?!.
Retumbaron sus aullidos de desesperación a lo largo y ancho de los aburridos y apagados ladrillos de las siniestras calles de la ciudad sin ruido.